Viajar a Nuremberg, la capital de Franconia Central, es hacerlo a una de las ciudades de Alemania donde la Historia tiene más peso. Pero no solo eso: gastronomía, cultura y un alma medieval. Señas que convierten a Nuremberg es un destino de escapada ideal.

Publicidad



El trasiego en la Nürnberg Hauptbahnhof es el acostumbrado. Un bullicio tranquilo al que la gente se abandona despreocupada, con otras cosas en la cabeza que no tienen que ver con los trenes, así de confiados están -estamos- todos por el servicio. La estación es grande, un nudo ferroviario importante: cotilleo en mi smartphone datos sobre ella mientras tomo una cerveza. Veintiún andenes en los que paran cada día más de 450 trenes y 180.000 pasajeros. Construida a mediados del siglo XIX, arrasada durante la II Guerra Mundial, y escrupulosamente reconstruida en canónico estilo neogótico.

 

Foto de Mateo Krössler en Unsplash

 

La guerra, siempre la guerra. La estación está donde siempre, que es donde debe, que es en el centro de la ciudad: al sur del Aldstadt, el casco antiguo de Nuremberg, un dédalo monumental de bellas callejuelas que no está reconocido como Patrimonio de la Humanidad porque no es original, sino una reconstrucción fidedigna de lo que había antes de la guerra. La guerra… ahí estará siempre. Por los juicios de Nuremberg y por el campo de Zepelines. Pero también por Durero, los clicks de Playmobil -Nuremberg es la capital alemana del juguete-, los lápices -ídem: ¿cuántos lápices Staedtler o Faber Castell has roto?-, o las salchichas bratwurst. Y por haber sido una de las ciudades más prósperas y con más historia de Alemania: su bendición y su perdición pues fue por ello que Hitler la escogió como capital espiritual del nazismo.

Lee aquí nuestros reportajes sobre Nuremberg

 

Nuremberg © Tu Gran Viaje
© Tu Gran Viaje

Aldstadt: el centro de Nuremberg

Pero estas son reflexiones posteriores a mi paseo, que arranco desde mi hotel, el Maritim, a un paso de la estación y fuera de la muralla de cinco kilómetros que encierra el Aldstadt. Al Aldstadt, a los pies de la colina en la que reina el castillo de Nureberg, la divide en dos el río Pegnitz, un río pequeño, y esas dos partes tienen nombre, que les viene de las iglesias más importantes de cada parte: Lorenzer, la parte sur, y Sebalder, la norte. Asciendo por la Konigstrasse y llego en un suspiro a la Lorenzer Platz, abarrotada de gente en esta mañana primaveral, protegida del sol por la estampa de la St Lorenzkirche, una iglesia gótica del siglo XIII.

 

Hauptmarkt de Nuremberg © Tu Gran Viaje
Hauptmarkt de Nuremberg © Tu Gran Viaje

 

Cruzo un puentecillo sobre el río Pegnitz y caigo en la Hauptmarkt, la plaza del mercado, con docenas de puestos de comida a los pies de la preciosa Frauenkirche (hay mercado todos los días). Hay una pequeña aglomeración ante una fuente muy bonita -ese es su nombre en alemán-, la Schöner Brunnen: y es que si das tres vueltas al anillo dorado que cierra la puerta, se cumplirá tu deseo -hay otro anillo en la parte opuesta de la fuente: el ritual, aquí, asegura el embarazo.

 

La Schöner Brunnen fue construida a finales del siglo XIV y su célebre anillo, reemplazado varias veces, fue puesto en 1587. Foto © Tu Gran Viaje
La Schöner Brunnen fue construida a finales del siglo XIV y su célebre anillo, reemplazado varias veces, fue puesto en 1587. Foto © Tu Gran Viaje

Las callecitas de este Aldstadt son un paraíso de reminiscencias góticas que regala una estampa tópica tras otra: construcciones góticas, librerías de segunda mano, tiendas de instrumentos musicales, jugueterías: y digo bien “reminiscencias” porque, si no lo sabes, crees estar paseando realmente por un centro histórico medieval cuando casi todas las construcciones que adornan tu paseo son de hace apenas unas décadas. Los bombardeos aliados arrasaron con el 90% del casco histórico, y todo se reconstruyó a imagen y semejanza de cómo estaba antes.

 

Panorámica de Nuremberg desde el Castillo. © Tu Gran Viaje
Panorámica de Nuremberg desde el Castillo. © Tu Gran Viaje

La casa de Albert Durero en Nuremberg

Gran parte de los edificios que sobrevivieron a la Guerra están en el Burgviertel, el barrio del Castillo. La FuellStrasse con sus casas de adobe y traviesas (la construcción típica de la ciudad), la Weissgerbergasse, Untere Kramersgasse… Pero, para mí, la mejor casa del Aldstadt es la que perteneció a Durero, hoy convertida en estupendo museo (Albrecht-Dürer Strasse 39. Abierta de jueves y viernes de 10h a 17h, sábados y domingos de 10h a 18h, martes de 10h a 20h. Entradas: 5€).

 

La casa de Alberto Durero en Nuremberg © Tu Gran Viaje
La casa de Alberto Durero en Nuremberg © Tu Gran Viaje

 

Durero vivió en ella a comienzos del siglo XVI y es una de las pocas construcciones de la época que ha sobrevivido a nuestros días –y una de las escasas casas de autores que quedan en Europa de aquella época. Otra vivienda que me empuja a la ensoñación es la Fembohaus, que acoge el museo de la ciudad. Fue construida a finales del siglo XVI y es la única construcción del Renacimiento tardío que ha llegado hasta nuestros días (Burgstrasse 15. Abierto de martes a domingo de 10h a 17h. Entradas: 5€). Y no dejo de pasar por el puente del Verdugo, un puente peatonal de madera de mediados del siglo XV y en cuyo torreón y adarve vivía el verdugo de la ciudad .

 

Puente del Verdugo de Nuremberg © Tu Gran Viaje
Puente del Verdugo. © Tu Gran Viaje

El Castillo de Nuremberg

El Castillo de Nuremberg (Abierto de abril a septiembre todos los días, de 9h a 18h; resto del año, todos los días de 10h a 16h. Entradas: 7€, entrada gratuita para los menores de 18 años) reina sobre el Aldstadt, y cualquiera puede sentirse como el emperador de Sacro Imperio Germano –que vivieron en el castillo durante cinco siglos- desde la plataforma de observación de la torre Sinwell: estará a 385 metros de altura por encima de la ciudad, que se expande por debajo de nosotros.

 

Castillo de Nuremberg. © Tu Gran Viaje
El Emperador Carlos V, cabeza del Sacro Imperio Romano, tenía una capilla en el Castillo de Nuremberg. © Tu Gran Viaje

Bajo por el Aldstadt hasta llegar al Handwerkerhof, el “rincón de los artesanos”, un recinto tradicional en una de las esquinas del Aldstadt encerrado entre un torreón y un lienzo de la muralla de la ciudad donde curioseo entre partituras antiguas, juguetes y artesanías: lleno mi bolso con miniaturas de coches y reproducciones de mapas antiguos. En aquí donde está el restaurante tradicional más famoso de la ciudad, Das Bratwurstglöcklein (cierra los domingos), y cuando creo que voy a desempeñar el agradecido papel de turista típico, me sorprendo compartiendo mesa con locales y algún viajero como yo.

 

Das Bratwurstglöcklein © Tu Gran Viaje
Das Bratwurstglöcklein © Tu Gran Viaje

 

Aquí se sirven desde el siglo XIII las que dicen son las mejores bratwurst de la ciudad: salchichas pequeñas –dice la leyenda que para que cupieran por los ojos de las cerraduras de las celdas de los presos, que se alimentaban a escondidas de ellas- y que me sirven, por medias docenas, en escudillas de zinc y con ensalada de patata, camareras vestidas al modo tradicional.

 

Bratwurst-Glöcklein de Nuremberg. Foto © Tu Gran Viaje
Miles de salchichas son servidas diariamente en el Bratwutrstglöcklein. © Tu Gran Viaje

Las cicatrices de la Segunda Guerra Mundial

Pero el que Nuremberg sea una lección de historia que no olvidamos no se debe a esa herencia imperial que encierra tras su muralla. Por ser cuna de Durero y del Sacro Imperio Alemán, o por haber quedado arrasada durante la II Guerra Mundial. No. Nuremberg fue uno de los escenarios icónicos del régimen nazi. Fue Nuremberg la ciudad elegida por Hitler como lugar festejar el nazismo, un espejo donde todas las demás debían mirarse: “la ciudad de los desfiles del Tercer Reich”, la nombró Hitler en 1933, y cada año acogía durante una semana a más de medio millón de fieles a la causa en campo de desfiles del Partido Nazi, un imponente complejo de once kilómetros cuadrado levantado por los jerarcas del régimen a mayor gloria del mismo en el antiguo campo de pruebas de los zepelines –también se le conoce como Campo Zeppelín-, al sureste de la ciudad. Pasearse por el recinto contemplando las construcciones, en uno u otro estado -el estadio de las Juventudes Hitlerianas, que es hoy el del equipo de fútbol de la ciudad; el Kongresshalle; la Luitpoldarena; el Zeppelinfield…– transporta a un tiempo en el que reinaba la locura colectiva y que es hoy solo un recuerdo que, simplemente, no debemos olvidar.

El Kongresshall de Nuremberg. © Tu Gran Viaje
No importa desde dónde se contemple: el Kongresshall impone su presencia. © Tu Gran Viaje

Hay exposiciones permanentes pero, sobre todo, lo que me conmueve hasta el tuétano es ver la casi infinita tribuna –más de 360 metros- del Zeppelinfileld en la que se sentaban los nazis a vitorear a su Führer. El recinto tiene toda esa monumentalidad arquitectónica nazi que tanto hemos visto en los libros y en las películas, de dimensiones casi titánicas, y donde hasta el más mínimo detalle de la puesta en escena estaba cabalmente pensado. Más de ciento cincuenta reflectores antiaéreos flanqueaban el campo de desfiles y lanzaban sus haces de luz a un cielo que, entonces, no escupía destrucción.

 

La tribuna principal del Zeppelinflield en 2013. Foto © Tu Gran Viaje
Desde el fin de la guerra y hasta 1995, el ejército americano empleó para diferentes uss el Zeppelinfield: de pista de aterrizaje a campo de fútbol. © Tu Gran Viaje

Llama la atención, y no sé si intencionadamente, el que, en la segunda ciudad más perjudicada por los bombardeos aliados, este aterrador canto a la aberración humana no sufriera un solo rasguño. Setenta años más tarde, sigue el reto de qué hacer con estos tremendos edificios: y, por ahora, se sigue una acertadísima política de no hacer nada, no convertirlos gracias a la piqueta en lugar de peregrinación para afines a la causa, y dejar que el tiempo –aquí, más que nunca, juez- sea el que acabe con ellos y con su recuerdo.

La sala de los Juicios de Nuremberg

Y fue en Nuremberg donde se dio por cerrada la guerra con los célebres Juicios, llevados a cabo en la Sala 600 del Palacio de Justicia de Nuremberg, Landgericht Nürnberg-Fürth (Fürther Strasse 110. Visitas guiadas todos los sábados y domingos a las 13h y 16h. Entradas: 2,5€). Los nazis fueron juzgados en esta sala sobria entre 1945 y 1946, y lo fueron aquí por dos razones muy obvias: la primera, por la calidad de Nuremberg de capital simbólica del nazismo y, dos, por la existencia de un túnel subterráneo entre la sala de juicios y la prisión adyacente donde estaban confinados los juzgados y que hoy sigue siendo prisión femenina. El más famoso de los juicios que tuvieron lugar en la sala fue el primero que se celebró, donde se encontró culpables a 19 de los 24 acusados, el más famoso de ellos Herman Göring, el número dos del régimen nazi y que, pocas horas después de su ejecución, se suicidó tragándose una cápsula de cianuro. Un episodio al que hoy aún no se le ha encontrado respuesta.

 

Hoy, cuando han pasado más de sesenta años, una exposición permanente sobre el proceso y, sobre todo, el acceso a la sala 600, impresionan. Sentarse en uno de los bancos de esta sala sobria, pequeña, mirar hacia la puerta por la que entraban, cada mañana, los condenados: sentir, en definitiva, que estas cuatro paredes fueron durante unos meses hogar de la Historia –con mayúsculas- y entre ellas se sentaron las bases para que la Humanidad –nosotros- fuera siquiera un poquito mejor, es realmente es un privilegio viajero.

Alegría de vivir: ¡Viva Nuremberg!

Claro que encoge el alma y la llena de enseñanzas el entrar en un lugar así. Se aprende. ¿Y no viajamos, también, para aprender? Pues aprendamos, como han hecho los habitantes de Nuremberg y del resto de Alemania. Necesito algo que alegre mi espíritu, y Nuremberg lo tiene: alta cultura. Esta noche se representa en el Teatro Estatal de Nuremberg El murciélago, la más famosa opereta de Strauss. Puro joie de vivre que, cuando se estrenó en la depauperada Viena de 1874, supuso todo un canto al optimismo.

La opereta transcurre ante mí con la rapidez que lo haría un anuncio de televisión: quiero más cuando termina, y me deja una sonrisa en la cara, el corazón ensanchado de dicha. Y estoy feliz por todo lo que Nuremberg me ha enseñado en apenas un día. La ciudad es la muestra, una de tantas por desgracia, de que el ser humano es capaz de lo más abyecto y de lo más bello, de elevar el espíritu de sus congéneres en una dirección y en la opuesta. Y Durero, la capacidad para seguir adelante bajo el respeto, y el hambre de cultura que cabe en esta maravillosa ciudad, son lo opuesto al horror del Zeppelinfield. Viva Nuremberg.