El viajero debería entrar en el Rijksmuseum con cierta reverencia casi religiosa: el respeto que debe guardarse por lo bello, lo que es historia.
Desde su reapertura tras una restauración histórica que ha durado diez años y ha costado una verdadera millonada, el edificio que alberga el Rijksmuseum ha recuperado un esplendor que no tenía desde finales del S XIX. El público ha respondido y largas colas “adornan” la fachada del Rijks prácticamente a cualquier hora.
Así es cuando llego un miércoles al mediodía: la fila de visitantes sale de la calle que atraviesa el edificio e invade la explanada frente a él, en la enorme Plaza de los Museos de la ciudad. La cola casi llega a las grandes letras que forman un ‘I am Amsterdam’ en el que habitualmente los turistas se suben para hacerse fotos, pero que en ese momento está ocupado por un grupo de artistas callejeros: una especie de raperos con aspecto de ex-presidiarios que hacen un divertidísimo número.
Amparado por mi condición de periodista en plena tarea, supero la cola y me meto en el edificio. Recojo mi invitación –sí, tampoco pago, y aún así les aseguro que esta profesión no es tan envidiable como puede parecer en este momento- y entro en el museo, no sin admirar antes el espléndido hall de entrada que el Rijks tiene después de la gigantesca renovación a la que ha sido sometido.
Meses antes de este viaje -o quizá la misma noche que empezó, ya saben ustedes cómo son estas cosas viajeras- Antonio Ortiz, uno de los arquitectos responsables de la magna restauración, nos explicaba en Madrid a algunos periodistas que lo principal de su trabajo ha sido devolver al edificio su esplendor decimonónico, aunque en el enorme hall uno piensa más en una hábil mezcla de lo viejo con lo nuevo que en esa peculiar arquitectura de un edificio que, a su modo, ya quería ser antiguo cuando se inauguró.
Pero más allá del hall y subiendo la gran escalera uno sí ve ese carácter peculiar del edificio, esas paredes decoradas y de otra época, ya un tanto fuera de lugar incluso cuando se crearon, igual que las enormes vidrieras que llenan el edificio de una luz suave.
La Galería de Honor
Y entonces, mientras uno va pensando en todas estas cosas, llega a la gran Galería de Honor, el corazón del Rijks, el lugar donde está lo mejor de la inmensa colección: Frans Hals, Jan Steen y, sobre todo, Vermeer y Rembrandt… Llega a la Galería, digo, atraviesa una puerta de cristal y ve al fondo, al otro lado de la enorme sala y detrás de una gran abertura, La ronda de noche.
Pocos placeres hay en la vida de un amante del arte como recorrer esa gran sala sabiendo que al final espera Rembrandt, pero disfrutando además en el camino de Hals, Steen y, muy especialmente, de los bellísimos cuadros de Vermeer. Cuatro son los cuadros de este genio que podemos disfrutar, al menos dos de ellos de una belleza poco menos que insoportable: La lechera y Mujer leyendo una carta. Tendrá que verlos sobre una turbamulta de visitantes convencidos de que lo más importante de sus vidas es hacerle una foto con su móvil a todos los cuadros del museo, pero tenga paciencia y acabará encontrando su hueco para estar delante de cada Vermeer y disfrutar de él con la pausa y el detenimiento que la situación requiere.
Mayor es, todavía, la multitud que se arremolina ante la obra maestra de Rembrandt, pero su tamaño facilita disfrutarlo incluso en mitad de una excursión escolar. De hecho, creo que en cuadros como este vale la pena dedicar algo de tiempo a contemplar el trajín de personas ante él, el ir y venir de visitantes y cómo disfrutan, o no, del lienzo.
En la sala junto a la Ronda se acumulan otras obras de otros pintores y temática muy similar, es una idea inteligente: se pone el cuadro de Rembrandt en su contexto y queda bien claro por qué éste se ha convertido en una pintura clave en la historia del arte y los otros no, pese a que algunos son muy buenos.
Más allá de la Galería de Honor
Todos los cuadros de la Galería de Honor son incontestables, obras maestras capaces de mirar cara a cara a lo mejor de cualquier museo del mundo. Más allá de ella el nivel de la colección de pintura baja un poco, como es lógico, pero el interés del museo sigue siendo grande, sobre todo porque el Rijksmuseum no es solo una pinacoteca sino que en él está buena parte de la historia de los Países Bajos a través de muebles, esculturas y centenares de objetos de todo tipo, desde cerámicas hasta cañones pasando por espejos o cajas de muñecas. Son realmente interesantes, por ejemplo, las salas dedicadas a la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, la famosa VOC que tiene en sí misma toda una historia apasionante.
También hay otras curiosidades pictóricas que le sorprenderán y vale la pena ver, como las batallas navales de Willem Van de Velde I, pintadas en blanco y negro con tinta sobre lienzo, una técnica que no había visto en cuadros de ese tamaño y esa temática en mi vida.
Acabé mi visita varias horas después de haber empezado y más que nada porque llegaba la (temprana) hora del cierre. Estaba saciado, como tras una buena comilona, lleno de belleza e historia, que es lo que nos ofrece el Rijksmuseum y encima, en un envoltorio de lujo.