Colgado sobre el Mediterráneo como en un sueño: así es el pueblo de Sidi Bou Said, uno de los lugares más bellos de Túnez, donde el Mediterráneo se muestra en todo su esplendor.
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Desde hace siglos, viajeros y creadores buscan la inspiración y la emoción en las orillas del Mediterráneo, y la encuentran en un puñado de lugares elegidos: Menton, Dèia, Corfú… y Sidi Bou Said, un pueblo de casas blancas y tejados y ventanas azules a un paso de la ciudad de Túnez -de hecho, se puede llegar desde allí en el tranvía TGM, que para en la estación cercana de La Marsa.
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Desde allí, las calles empinadas ascienden la colina, que domina con una espectacular panorámica del puerto de La Goleta, uno de los más importante del país, y donde atracan los cruceros. Vistas mágicas que despiertan el talento creativo, como bien supieron pintores como Paul Klee o August Macke, filósofos como Michel Foucault, o escritores como André Gidé, quienes realizaron algunas de sus principales obras en Sidi Bou Said.
Fundado en el siglo X con el nombre de uno de los principales santos sufí -cuya tumba es lugar de peregrinación para los sufíes-, y lugar de residencia por los altos cargos de la administración otomana que ostentó el poder el país en los siglos XVII y XVIII, Sidi Bou Said es uno de los iconos más reconocibles de Túnez por su estampa blanquiazul de prototípico pueblo mediterráneo, ideal para perderse sin prisa entre sus calles y agotar los filtros de Instagram fotografiando cada uno de sus rincones.
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Su auténtico carácter se lo otorgan su trama urbana -calles empinadas y empedradas de mansiones, restaurantes y comercios- y las espectaculares vistas de la bahía, pero esa seña de identidad blanca y azul no se hizo realidad hasta comienzos del siglo XX, cuando un acaudalado europeo, el barón Rodolphe d’Erlanger, un francés apasionado por el folclore tunecino, edificó su mansión Ennejma Ezzahra en azul y blanco. El barón fue uno de los primeros europeos en instalarse en el pueblo (hasta 1820 estaba prohibida la entrada a los cristianos).
Los mejores momentos del día para disfrutar de Sidi Bou Said son al comienzo y al final de la jornada, cuando el número de viajeros que transita por sus calles es menor y el calor, más llevadero. Las opciones para comer o, simplemente, tomar algo rápido no son muy abundantes, pero sí de un recuerdo excepcional: Contemplar un atardecer desde la terraza del legendario Café des Delices degustando un té a la menta con piñones, o dar cuenta de un exquisito brick (un pastel de hojaldre relleno de atún y huevo frito) en la del restaurante Au Bon Vieux Temps, es algo que no se olvida. Ni lo hace, desde luego, y cada segundo, la luz irrepetible del Mediterráneo, que baña cada centímetro de piel, y que arranca todos los tonos posibles de azul de las calles de Sidi Bou Said.