Niza, Menton, Cannes, St. Tropez… No puede caber más charme en tan poca extensión de terreno. Bienvenidos a la meca del glamour: bienvenidos a la Costa Azul.
Habida cuenta de que el proverbio chino que nos desea vivir en tiempos interesantes ha llegado para quedarse, saludémosle al menos con charme: y para eso no hay mejor lugar en el mundo, te lo aseguro, que la siempre epatante Costa Azul. El tramo de costa entre Hyéres y la frontera italiana es la desmesura del joie de vivre, el epítome del glamour como estilo de vida; un trozo de Francia sin el que, demonios, la vida sería más aburrida, menos elegante y también, digámoslo ya, mucho más fea. Hay que degustar la Costa Azul y saborear sus estímulos inolvidables: contemplar la luz que se desparrama por los tejados ocres de Menton, sentir la trémula explosión en el paladar de las estrellas Michelin de una obra de arte de Alain Duchase, o compartir mesa de punto banco en el casino de Montecarlo con ese actor de moda son sólo unos cuántos de los placeres mundanos que sólo se pueden disfrutar aquí y que, reconozcámoslo ya, justifican la existencia de Europa como cuna de la civilización, además de demostrarnos que, afortunadamente, otro mundo es posible.
La Costa Azul es el paraíso que descubrió al brand marketing como una de las bellas artes –nunca un término geográfico fue tan evocador-, además de único lugar del mundo de donde se puede decir que están todos los que son, y son todos lo que están: herederos al trono y reyes sin corona; hombres de estado y dictadores depuestos; los poderes de la tierra y los del cielo; los artistas más talentosos y los intelectuales más legendarios; las celebrities más icónicas y los deportistas más admirados, las fortunas más infinitas y las starlettes más arrebatadoras… Y, naturalmente, millonarios de turbia fortuna, genios atormentados y hedonistas de toda condición. Desde luego que en las calles de Mayfair, en las islas fake de The Palm y en algunos condados californianos hay una similar superpoblación de rugientes Gallardos amarillos, el apellido De Boer es entrañablemente familiar y las botellas de Château Latour se arrojan por el fregadero sin terminar; pero nada es tan perfecto como aquí, donde el más puro, envidiable y envidiado lujo se desparrama por un trecho de bendito y canónico Mediterráneo cuyos topónimos -Cap Ferrat, Cannes, St. Tropez, Niza, Menton, Mónaco, St Jean des Pins…– se engarzan para fascinarnos con un tintineo y un brillo tan arrebatadores que debería cotizar en las bolsas de Amberes y Johannesburgo.
¿Mitomanía como un rasgo de carácter? Por supuesto. Cuando se trata de la Costa Azul, se cumple el adagio de “más estrellas que en el cielo”. Piensa en un nombre: la Costa Azul los adora a todos. Stendhal. Alain Delon. Cezanne. Somerset Maughan. Graham Greene. Hallyday. Rothschild. Chagall. Cocteau. Nietzsche. Hemingway. Picasso. Magritte. Cary Grant. Brigitte Bardot. Marcello Mastroianni.. Gertrude Stein. Monet. Renoir. Marianne Faithfull. Yeats. Las celebrities de Hollywood cumplen desde hace décadas el rito del aperif en el Bar du Port de St. Tropez. Le Corbusier pasaba sus veranos en una minúscula cabaña de madera de Cap Martin, y los Rolling Stones se exiliaron de Main Street en el chateau de Villa Nellcôte, en Villefranche-sur-Mer, a un tiro de piedra de la Promenade des Anglais de Niza por la que paseaban, lúcidos y tristes, y con el Tribune asobacado, los americanos de la Generación Perdida en los locos años Veinte y los personajes de Scott Fitzgerald: hoy, contemplando el paseo, el hotel Negresco nos demuestra porqué el desayuno es comida de príncipes. De cuando en cuando, en algún recodo arrogantemente bello de la carretera, un atril nos recuerda que allí, in situ, se pintó una obra maestra: así miraremos con los ojos del artista Antibes, vista desde la Salis por Monet, el Mougins de Picasso, o la carretera de Saint Paul de Venice inventada por la mirada de Marc Chagall… Nombres que pertenecen a esta costa porque son ellos quienes la han definido, quienes la han creado.
Este vendaval mitómano se desata todas las primaveras en Cannes con la celebración de su Festival de Cine: no hay mayo francés más auténtico que este. Ha llovido algo –no mucho: cosas del microclima de la costa Azul- desde que la Bardot se tirara a la arena de La Croissette y le gritara al mundo que Cannes, y ella, existían; pero la Costa Azul debe también parte de lo que es a este festival donde, milagro, frivolidad y alta cultura, de arte y bytes, conviven en la misma frase y, sobre todo, en el mismo paseo marítimo: La Croissette. Sin duda, el paseo marítimo más elegante del mundo. Y merecidamente: basta para comprobarlo el sentarse en una de sus terrazas –por ejemplo, la del mítico y suntuoso hotel Martínez (73 Boulevard de La Croissette)-, agitar lánguidamente con una mano el vaso de Pernaud y, para poder cerciorarse de que, efectivamente, ese pincel de hombre que cargado de bolsas atraviesa la calle saludando a los coches es el mismo tipo que anuncia las máquinas de café, protegerse con la otra, a forma de visera, de la luz más bella del mundo (esa que Graham Greene añoró siempre y que es la misma que bañaba el estudio de su residencia de Antibes, la misma con la que Picasso pintó, no podría ser de otro modo, ni en otro lugar, su famoso “La joie du vivre”).
Hay también un Cannes tradicional, arracimado en el barrio pesquero de Suquet, repleto de colorido y sabor, por el que pasean de incógnito las estrellas del festival; y hay un Cannes para ver y ser visto en lugares como el bar del Radisson Blu 1835 o las mesas de La Palme d’Or, en el hotel Martínez, el mejor lugar de la cuidad donde regalarse un par de estrellas Michelín y donde alternar con parroquianos a la altura de la carta como Paul Allen o Lloyd Webber, que se escapan desde el cercano y eterno Cap Ferrat y, por supuesto, con los participantes de este año, capitaneados por ese romano eterno que es Nanni Moretti, presidente del Jurado que se encerrará del 17 al 26 de mayo en el algo rotundo Palais de Festivals para decirnos -un año más y ya van sesenta y cinco-, dónde está el verdadero cine, término del que es sinónimo Cannes como dolce vita lo es de Mónaco. El principado de los Grimaldi no necesita más que un par de kilómetros cuadrados para albergar todo el lujo que cabe en las fantasías: el Casino, el Gran Premio de Fórmula 1 y, claro, ese Louis XIV donde Alain Duchasse sigue conjurando alquimias que le valen, año tras año, tres estrellas Michelin de, como dicen por aquí, “las de toda la vida”.
El último retazo de esta obra de arte antes de entrar en Italia es Menton, hoy destino gourmet gracias a Mauro Colagreco y su Le Mirazur, recién distinguido con dos estrellas Michelín, pero que siempre ha sido y será hogar de musas: desde aquí Somerset Maughan y Cocteau nos iluminaron a todos, y nuestro injustamente olvidado Blasco Ibáñez pasó los últimos años de su vida cultivando el jardín tropical de Fontana Rossa. El escritor valenciano conocía el otro gran proverbio chino, el que aconseja cultivar un jardín para ser feliz toda la vida. Bueno, a nosotros nos bastará con, simplemente, dejarnos pintar el alma por esta Costa Azul que es, y ahora lo podemos decir, el Edén en la tierra.