“Los galgos grises”: nota preliminar

En el invierno de 1998, recibí el encargo de escribir una guía de viajes de la Costa Este de los Estados Unidos. Una definición geográfica bastante laxa, que comprendía prácticamente la mitad del país: en concreto, todo el territorio delimitado al norte por la frontera con Canadá, al sur por el Golfo de México, al este por el río Mississipi y al oeste, por el océano Atlántico. Todo el territorio, excepto algunas ciudades (Nueva York, Washington o Miami, por ejemplo), que ya había cubierto para otras guías en viajes previos a este. Efectivamente, suena como lo que fue: un trabajo arduo. Antes, durante y después del viaje.

Llegué al aeropuerto Logan de Boston el 30 de junio de ese año, con un billete de avión sin fecha de vuelta y un visado, y salí del Ronald Reagan de Washington, DC, tres meses más tarde, el 30 de septiembre. Durante ese tiempo, me limité a trabajar y a no complicarme la vida. Viajé por veintiocho estados y recorrí, siempre a bordo de los autobuses de la Greyhound, una distancia de más de treinta y dos mil kilómetros. Me detuve durante días en algunos sitios, y en otros pasé apenas el tiempo necesario para extraer dinero del ATM más cercano a la estación de autobuses. Gasté dinero en libros, música y cómics que quedaron olvidados en un sótano cerca de Washington, DC, donde me consta que, varios años después, siguen tal y como los dejé, esperando mi regreso, como esperaron sus cosas a Robert Graves en Deià. Visité incontables oficinas de turismo y cámaras de comercio, arrastré kilos de papel de los que me deshacía en moteles, hoteles, bed & breakfast’s y en un par de domicilios particulares de familiares lejanos y políticos; no visité a los cercanos. Bebí más cerveza de la que debí, y no me pasó nada que no quisiera que me pasara.

No tuve intención de escribir una crónica de mi viaje hasta unos meses después, y lo que empezó como un simple ejercicio de estilo acabó convirtiéndose en algo que, por muchas cosas, no es un libro de viajes al uso. Apenas tomé notas que no tuvieran que ver con la razón que me llevó a Estados Unidos, no sigue una escrupulosa narración temporal, y no hay una sola razón por la que no cuente y escriba acerca de todos los lugares en los que estuve, ni de toda la gente a la que conocí. Por todo esto, este libro es tan sólo una pequeña evocación de las sensaciones que algunas de esas personas y de esos lugares me provocaron.

Qué demonios: Yo sólo quería viajar, conocer lugares, escribir sobre ellos y conseguir información para la condenada guía. Era para lo que me pagaban.