En Carnaval, durante el Festival de Fuegos Artificiales de junio, en el Festival del Vino de septiembre, en Navidad… En cualquier época del año hay excusa-reclamo para viajar a Madeira. Poco varían la temperatura y el embrujo de una isla que se presta al descanso y el senderismo.
Al aterrizar en Madeira el viajero abandona tres de los tópicos que le atenazan en la salida. El primero tiene que ver con la ingeniería: el aeropuerto de Funchal, la capital, no es tan corto ni tan temible como cuentan los voceros de la aerofobia. Está encajonado entre cortados, cierto, pero apenas los vientos superiores a 15 nudos consiguen tratar el avión como una pluma. Y eso es mucho viento, dicen. Además, desde hace años los pilotos que cubren esta línea han de superar un imponente número de horas de vuelo. Tranquilidad, por tanto.
El segundo cliché derribado: en la patria chica de Cristiano Ronaldo apenas hay vestigios del futbolista, más allá de los pósteres que permanecen en alguna oficina del banco que le patrocina y los carteles que conducen al museo que lleva su nombre en la capital y custodia sus Balones de Oro.
Y, por último, la noción onírica de isla que suspira todo viajero, con sus playas y sus palmeras, se ajusta más fielmente al dibujo simplista de los alumnos de primaria: por mucho que la llamen la perla del Atlántico o el jardín flotante, esta isla no deja de ser un cono volcánico que escoltan imponentes acantilados desde el mismísimo litoral. Apenas dos playas, una de ceniza y otra de piedra, aquí y allá, permiten a los surfistas gozar de la inmensidad del Atlántico. Tan importante es echar en la maleta las chanclas como el uniforme de senderista.
Conquista natural
La capital, Funchal, poco tiene que ver con la que fue plaza cotizada para piratas y corsarios durante siglos. Hoy, como entonces, goza de un clima tentador durante todo el año, y a los ásperos riscos que antaño servían de fortaleza se encaraman ahora lujosos hoteles de cuatro y cinco estrellas que se disputan la mejor panorámica del océano. Las rocas sobre los que se erigen aprovechan la vegetación tropical para hacer de sus jardines un vergel, con salida natural al mar.
Incrustada en una gran cuenca natural de laderas esmeralda, apenas quedan en Funchal los hinojos (“funcho” en portugués) que se encontraron los conquistadores portugueses hace cinco siglos. Hoy, las casas trepan hacia el cielo entre las plataneras supervivientes de aquellos tiempos. Desde el puerto, escala obligada para cruceros de medio mundo, se aprecia esa cuña mágica de la orografía.
El atraque en Funchal está, según algunos rankings, a la altura de referencias estéticas como el de Río de Janeiro. De hecho, muchas compañías inauguran los trasatlánticos y las líneas en su la ciudad. Hasta cuatro impresionantes barcos de infinitos pisos se alinean en el puerto al amanecer. La noche de fin de año, las rutas reservan lugar privilegiado en el parking, ya que los fuegos artificiales de la ciudad, en Nochevieja, figuran por sus excesos en el Libro Guinness de los Récords.
En el Carnaval y el Festival de las Flores se nota también la conexión lusófona con Brasil. La juerga se prolonga hasta la luz, como en el Festival de Fuegos Artificiales de junio, en los alrededores de la noche de San Juan. São João, aquí.
En el casco antiguo de Funchal se concentran todos los alicientes pedestres: la catedral, de estructura gótica alzada en el siglo XVI; el Museo de Arte Sacro, con arte flamenco de esos siglos, y el Mercado de Lavradores (“trabajadores”, en español), con un catálogo de olores y colores poco frecuente en occidente: especias, flores, frutas exóticas, delicias como el pastel de miel y varias tiendas de artesanía que invitan al souvenir. En el Fuerte de São Tiago, que alberga el Museo de Arte Contemporáneo, se disfruta de un amanecer prodigioso: conviene reservarse la última mañana en la ciudad para atesorar unas fotos únicas. Si se dispone de otro rato, merece la pena también pasarse por los museos del Vino y del Bordado. Y, si el viajero gusta de recolectar artesanía, es obligado recorrer los nueve kilómetros que median hasta Camacha, célebre por el mimbre y por el folclore.
Marcha eterna en Funchal
Por la noche, el Paseo Marítimo del Lido acapara el ocio. Varios recintos públicos (Complejo de Piscinas de Lido, el Club Naval y Ponta Gorda) ofrecen el baño en piscinas de agua salada y el acceso al mar, aunque la mayoría de hoteles también lo tienen. El paseo, escoltado de palmeras, desemboca en Praia Formosa, una playa de callaos al oeste de Funchal, que regala bonitas vistas hacia Cabo Girao. Los restaurantes, algunos recoletos, otros proclives al turisteo, tienen en el menú un ingrediente ineludible: marisco y pescado de la mayor frescura. Pulpo, camarón y, sobre todo, pez espada, son más que una sugerencia. La espetada o brocheta de carne, acompañada de maíz frito y del popular bolo do caco, un pan con mantequilla de ajo, completan la carta de Madeira. Para beber, la popular cerveza Coral y el célebre vinho local como aperitivo o tras el postre, además de los zumos que se esperan de un lugar tropical: papaya, guayaba, maracuyá, mango… Y no hay que dejar de probar la chinesa, el café tradicional, en cualquiera de los locales del puerto deportivo. Y, sí, también es fácil conseguir aquí un gin-tonic.
Y, hablando de turistadas, una divertida: el descenso en carros de cesto desde el pueblo de Monte es un rito que debe probarse. En su origen fue la forma de los lugareños para llegar a la capital, muchos metros más abajo. Hoy, los carreiros pilotan el timón del trineo por las callejuelas serpenteantes utilizando como freno sus botas de goma. El trayecto dura unos diez minutos, y se alcanzan velocidades de 50 kilómetros por hora. Es fácil encontrar la estación de salida, al final de las escaleras de la Iglesia de Nossa Senhora do Monte. Para subir, lo ideal es utilizar el teleférico que parte de la capital.
Patrimonio natural
El show de Monte es un buen aperitivo de lo que espera en el interior. Cualquier intento por adentrarse en la isla topará con su frondoso bosque de laurisilva, que este año celebra sus 15 años como Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. Con 15.000 hectáreas, ocupa la quinta parte del territorio. Es un raro testigo de 20 millones de años que sobrevive básicamente en regiones insulares. Hay laurisilva en Azores, en La Gomera, en Cabo Verde… y junto a las cataratas de Iguazú.
Muchas rutas de senderismo transcurren paralelas al sistema de levadas que desde el siglo XVI se utiliza en el lugar para transportar el agua. La levada de Las 25 Fontes, la de la Serra de Faial, la del Caldeirão Verde… están entre las más amables y fotogénicas. Todas tienen dificultad media-baja. La más dura, y también la más impresionante, es la que lleva de Pico Ruivo a Pico Arieiro, por encima de los 1.818 metros, el pico más alto de la isla. Se accede en coche hasta el mismo observatorio que marca el techo del lugar.
Puesto que el vehículo rodado se hace imprescindible para conocer toda isla, cualquier ruta que parta desde Funchal debe reconocer Camara de Lobos y Cabo Girão, con un mirador de suelo transparente (qué vértigo) y 600 metros de caída. Resulta espectacular también Curral das Freiras, con vistas tan memorables como las que regala Balçoes, cerca del Centro de Interpretación Medioambiental de Ribeiro Frío, con una interesante piscifactoría que engancha a los niños.
Otra escapada, esta para todos los públicos, tiene como meta Porto Moniz, al noroeste, con vistas casi cenitales desde el acantilado vecino. La ruta septentrional, después de pasar por São Vicente, Ponta Delgada y la intimidante Penha d’Aguia (Peña del Águila), cerca de Porto da Cruz, arriba a Santana, con sus casas cónicas coronadas por techumbres de paja. Hacia el este, después de degustar un pescado en Machico, los miradores de Ponta do Rosio y Ponta do Castelo ayudan a memorizar la península más oriental, memorable de por sí.
Alguien dijo que, para saber si un lugar merece la pena, solo hay que preguntar si anduvo por allí Ernest Hemingway, un alma inquieta por definición. Pues bien, el hombre ubicuo estuvo en Madeira en 1954, y la describió como “una de las experiencias más emocionantes” de su vida. Winston Churchill se recuperó en Madeira de una apoplejía leve. George Bernard Shaw dominó el tango en el hotel Reid’s Palace. Algo magnético tendrá la isla cuando los mitos se acercan.