Un domingo cualquiera en la capital británica: Churchill, mercadillos y chicken tikka masala para las masas.
En el ‘día perfecto’ de su canción homónima, Lou Reed y su pareja daban de comer a los animales en el zoo, bebían sangría en el parque, iban al cine y, cuando oscurecía, regresaban a casa cansados y felices. Viajar es un intento de atrapar las mismas sensaciones a las que cantaba el luciferino Reed sin moverse de Nueva York, la tentativa de engarzar eslabones (días) de placer y despreocupación para formar una cadena de felicidad que parecerá irreal en cuanto aterrice el avión de vuelta.
A perfect day in London
Situémonos en Londres, y digamos que es domingo. Es el día perfecto para acercarse temprano a Westminster, corazón del difunto imperio, y visitar los Cabinet War Rooms, el búnker desde el que Winston Churchill dirigía la guerra contra la Alemania nazi en pleno Blitz, el bombardeo masivo al que la Luftwaffe sometió a Londres y otras ciudades inglesas entre septiembre de 1940 y mayo de 1941.
Cuentan que cuando llegaban los bombarderos enemigos, Churchill abandonaba los sótanos del edificio donde se hallaba el refugio y subía a su azotea para contemplar el terrible espectáculo, con la suerte de que ni una sola de las bombas cayó justo en ese lugar (según los expertos, el impacto directo de cualquier proyectil de más de 227 kilos habría devastado los War Rooms).
Acabado el apocalipsis de turno, el viejo Winston regresaba a su madriguera a continuar con sus agotadoras jornadas de trabajo, acompañado por militares de alto rango, ministros, secretarias, técnicos de radio y otros asistentes que a duras penas podían seguir el ritmo del temperamental caballero, convenientemente abastecido de alcohol.
El búnker se encuentra tal y como lo dejaron el 16 de agosto de 1945, el día que se apagaron las luces en la Sala de Mapas, siempre activa desde seis años antes. A medida que recorremos sus pasillos y contemplamos sus cuartos descubrimos cómo era la vida en el centro neurálgico del esfuerzo de guerra inglés.
Así, vemos las habitaciones del primer ministro (solo durmió allí tres veces) y sus ayudantes, los despachos y oficinas, el lugar de reunión del Gabinete de Guerra, la ya mencionada Sala de Mapas donde se seguía al minuto el desarrollo del conflicto, el diminuto cuartucho desde el que Churchill se comunicaba por teléfono con el presidente americano, Roosevelt, y luego con su sucesor, Truman…
El complejo se abrió al público en 1984, y en 2005 se añadió el anexo Churchill Museum, por el que se pasa al final de la visita (de ahí el nombre genérico de Churchill War Rooms). Es un museo estupendo, tan bien montado y didáctico como todos los de Londres, pero no puede competir con la sensación previa de haberse acercado siquiera un poco al día a día de los hombres y mujeres que vivieron Segunda Guerra Mundial en aquel lugar claustrofóbico donde se decidía el destino de millones de personas.
Próxima estación: el mundo
A la salida del viejo búnker acostumbramos los ojos a la luz natural y proseguimos bajo tierra nuestra particular jornada perfecta para llegar en metro hasta la parada de Liverpool Street, en la City. A unos pocos minutos a pie se encuentra Old Spitalfields Market, un mercado victoriano construido en 1876. Hoy alberga un mercadillo, bares, restaurantes, tiendas de moda y diseño quizá algo faltos de personalidad, pero agradables y apropiados para suavizar la transición del viejo Londres que dio la cara frente a los nazis al que vamos a conocer ahora, una gran ciudad mestiza donde el inglés funciona como lengua franca.
Dejamos Spitalfields Market y, tras tomar una pinta en alguno de los pubs de la zona, más auténticos y tranquilos que los del Soho y Covent Garden, recorremos Fournier Street para desembocar en Brick Lane, una calle larga y estrecha donde se aprieta la comunidad bangladesí y que ha tomado el relevo de Candem Town y Notting Hill como mercadillo callejero cool por el que hay que dejarse caer para modernear un poco y sentirse trendy y levemente alternativo.
Si Churchill levantara la cabeza y se paseara por allí en una mañana de domingo se daría de bruces con el reflujo del imperio que tanto le dolió perder, una invasión de gente de Bangladesh, Pakistán, la India, China y otros mil países que compra y vende, compra y vende, compra y vende y… cocina.
Quien desee probar comida de cualquier punto del planeta debe pasar por el Up Market. Solo abre en el Día del Señor, ocupa el viejo edificio de la fábrica de cerveza Old Truman y visitarlo ya justificaría el acercarse a Brick Lane. En su mercadillo encuentras ropa original y casi cualquier cosa, pero nada tan brillante y sugestivo como su oferta culinaria.
Adentrarse en este espacio es someterse a una experiencia de estrés alimentario. Decenas de puestos exhiben su comida (coreana, china, india, etíope, marroquí, caribeña, mexicana, española…) y solo hay dos cosas seguras: encontrarás algo delicioso y a la salida tu ropa y tu pelo olerán a una mezcolanza de especias y sabores que acreditarán que has pasado por allí.
Después de dar buena cuenta de algún potente y exótico manjar, toca unirse de nuevo a la variopinta marea humana que se desliza por Brick Lane como los restos de un naufragio (son muchos los que pasean su resaca del sábado por allí) y decidir cómo rematar un día perfecto en Londres.