Lugares como Marrakech son los que hacen que viajar sea imprescindible en la vida de cualquiera. La Ciudad Roja da nombre a un país y alimento al Gran Viajero, que rebaña con gula la fuente de sensaciones con las que tropieza desde el momento en que cruza cualquiera de las puertas de la muralla que cierran la medina de Marrakech.
“Marrakech no es una ciudad, es un planeta independiente (…) Es una ciudad en la que se puede leer como en un libro que durara años”
Cees Nooteboom, El sabor del desierto (Hotel Nómada), 1973
Las calles de Marrakech, atestadas de guardias urbanos de uniformes planchados y relucientes que dan y quitan paso y paran y multan a un motorista sin casco, y a otro, y luego a otro, son, aún con la modernidad que las ha cambiado en estos últimos años, como han sido siempre: en ellas no se circula ni se conduce ni se cruza, se fluye sin pensar. Y así hay que moverse por ellas: como nadie espera a nadie, todos cuidan de todos, y por eso las motos, las bicis, los asnos, los viejos Mercedes y los impolutos Porsche Cayenne rodean a los peatones con trayectorias limpias y eficientes, y el desorden es sólo aparente, como un espejismo en el cercano desierto, y yo me zambullo en él con una confianza aterradoramente ingenua teñida con cierta soberbia. Desde la terraza de cualquier riad, con un té de menta, o desde la burbuja de expatriados que es el Grand Café, parapatados tras un pésimo vino del país y un par de cervezas de importación calientes, es desde dónde mejor se ve que el tráfico fluye como el agua y el caos tiene una lógica aplastante, de naturalidad tan asumida interiormente por todos quienes participan de él, que no me queda más que dar la razón a quien dijo que son las rotondas, y no el dinero, la más perfecta creación del del diablo.
Las ciudades hay que andarlas, más aún las de medina con siglos de antigüedad: y el rumbo hay que tomarlo en Marrakech siguiendo la referencia del minarete de La Koutubia. Sus 77 metros son el punto más alto de la ciudad, y ninguna construcción puede sobrepasarlos. Conocida como la mezquita de los libreros (Kutub es libro en árabe), La Koutubia es la más importante del país. Data del siglo XII y es obra de los mismos arquitectos almorávides que levantaron La Giralda de Sevilla: por eso resulta tan familiar. Al no ser musulmanes, no podremos entrar a asombrarnos con la lujosa decoración de sus 16 naves periféricas a la nave central. Y será su muecín el que, cada madrugada, me despierta de mi sueño afortunado, y la sé al otro lado de mi hotel, iluminada y rotundamente bella y con vida propia, la que le da el canto del muecín, que también llama al viajero, hipnotizado ante la magia de cómo el nombre de Dios cae sobre la noche de una ciudad. “Son como faros, habitados por una voz”, dijo Canetti de las mezquitas de Marrakech: cinco veces al día el adhan nos abriga a todos pero es ahora, de madrugada, cuando aún quedan un par de horas para que amanezca, cuando todos somos creyentes.
Apenas unos centenares metros separan la mezquita y sus jardines y sus ruinas del corazón de esta ciudad roja: la plaza de Jemaa El Fna. El estruendo tira de cualquiera hacia ella. La plaza es una explanada a la que no se asoman edificios históricos, o siquiera bellos, apenas una mezquita y cafés con terrazas y miradores de los que hace pocos años colgaban grandes alfombras para su venta y cuyo lugar ocupan hoy carteles de neones de resturantes y pizzerías: no seré yo quién lo lamente, porque yo vendría cada mañana a la plaza, cada tarde, cada noche.
Me hipnotiza el hormiguear de las miles de personas que vagan por la plaza de día y de noche. De día, con un sol que en según qué épocas de año puede ser despiadado o una bendición, los dentistas se acuclillan ante lonas con montones de dientes y muelas, gruesas madres de familia pintan de jena todas las manos, los aguadores agitan sus cabezas para hacer sonar sus sombreros, alguien arroja un mono a la espalda del viajero y se hace el sordo cuando le habla, señalando al viejo que, un par de metros a la izquierda, toca una trompetilla, contoneándose y haciendo contornear con ello a una cobra, sorda como todas las cobras -sorda como todos los viajeros cuando nos piden dinero, ese invento del diablo no tan perfecto como las rotondas- y que sólo tiene ojos para la trompetilla que se mueve. Qué mentira más deliciosa.
Hay, claro, juguetes baratos de plástico que lanzan los vendedores -muchos de ellos, africanos que me aterra pensar qué habrán pasado para llegar hasta aquí- y que iluminan y llenan de pitidos la plaza, pero Jemaa El Fnaa resiste -por ahora: veremos en el próximo viaje- y sigue habiendo señores de porte orgulloso que, bajo sombrillas de publicidad, esperan con recado de escribir a que alguien le pida que le escriba: una carta, una reclamación, lo que sea. Y curanderos, y mercachifles, y carromatos en los que se apilan ordenadamente, como en el mejor supermercado de la América profunda, cestas repletas de frutos secos, arrobas de naranjas y docenas de escolares dando saltitos con billetes arrugados en las manos. Todo eso, por el día: el barullo lo tapa todo, de tal manera que el viajero no siente el golpe del sol en la nuca, absorto como está, robando alguna foto furtiva, de las que no hay que pagar.
Por la noche, la plaza se maquilla: porque es caer la luz del día y en algún lado parece que alguien chasqueara los dedos para que, de repente, docenas de hombres vestidos con chaquetas blancas cruzan la explanada a la carrera transportando bancos, mesas, cubetas, parrillas…: son los restaurantes, los puestos de comida en los que comparten mesa y mantel lugareños de la ciudad con mochileros y parejas glamurosas alojadas en algunos de los riads de lujo que pueblan la ciudad. En un aparente desorden llegan a las mesas platos de salchichas, pastilles (pasteles de hojaldre con canela rellenos de pichón y pasas: sí, es una receta tan exquisita como parece), cacerolas cónicas de barro repletas de tajiné y couscus… Las luces de los comederos perlan la vista de la plaza de la que disfrutamos desde los miradores de las azoteas de cualquier café de la plaza, donde aposentamos la cena con un té a la menta y un plato de pastas.
Las humaredas –de las parrillas, de los fuegos, del acetileno de las lámparas- le dan a la plaza un aire irreal y envuelven al viajero, que no necesita saber árabe para meterse en los círculos que se forman alrededor de los cuentacuentos -que miran a los ojos del viajero buscando conmoverle-, de los curanderos que blande ante sus ojos un Corán y un manojo de hierbas: el viajero se queda boquiabierto y se sabe en la seguridad de que está formando parte de uno de los más grandes espectáculos que puede encontrar en el mundo: boquiabierto como toda la audiencia, como las docenas de hombres –casi nunca mujeres- que cierran el círculo siguiendo las entonaciones de las voces de los personajes que caben en el viejo enjuto, las promesas de salud recuperada con la que martillea nuestra credulidad el tipo obeso, embutido en una chaqueta de pana manchada de óxido.
Es en el momento en que salimos del embrujo de la cadencia de sus recitados, cuando, en un esfuerzo como el de Ulises, apartamos la atención de esas voces que son, gracias, puertas a otro mundo real como la vida. El viajero se convierte entonces en una esponja por la que se filtran todos los sonidos de la plaza de Jemma El Fna, que es decir los sonidos del mundo. Los reclamos de los vendedores y los cocineros y los chirridos de los monos y el tintineo de los trajes típicos de los aguadores y los timbales y las flautas de los encantadores y los motores de un cilindro de las motos y las canciones de amor de algún cantante egipcio y de repente, por entre todo, aparece la magia que buscamos en todos los viajes y que alguna vez -solo alguna vez: cuatro, cinco, en toda una vida- encontramos.
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