La primera parada de #EnTrenConDB, nuestro viaje en tren por Alemania, nos lleva a Dresde, una de las ciudades más bellas de Europa y, también, de las que más ha sufrido los avatares de la Historia. ¡Grandes Viajeros, al tren!
El cruzar el mundo en apenas unas horas es, para muchos viajeros, entre los que me incluyo, lo único que se le puede pedir al volar. Conocí los tiempos -finales- en que poseer un billete en avión te convertía, al menos durante las horas en que entrabas en el aeropuerto y salías del de destino, en un jet setter; hoy eso es, y creo que afortunadamente, casi imposible. Pero tampoco le pedí -y, como yo, muchos- que el avión fuera glamouroso, ni mucho menos, viajero. Eso siempre lo dejé a las diligencias que cruzaban América de punta a cabo, los paquebotes que remontaban el Zambeze o el Amazonas, los trineos que volaban por el norte de Ontario y, desde luego, a los trenes, esas islas rodantes regidas por sus propias leyes de la física. Ni me planteo debates sobre qué medio de transporte es más cómodo, ni siquiera más viajero. O más literario. Lo sé de sobra. Y cruzar Alemania en tren, en esos trenes de Deutsche Bahn, me hace pensar en Nabokov dormitando, mecido por el tren, escribiendo párrafos tintineantes. Así que plantearme cruzar un país que me apasiona en un medio de transporte tan viajero, era un plan que, desde el primer momento, apetecía y me empujaba a la ensoñación. Dejarme mecer durante miles de kilómetros por los trenes de DB sería, simplemente, un gratísimo estado de mente al que abandonarme en la primavera más germana que jamás había tenido.
La más barroca de las ciudades alemanas
La estación de Dresde en la que me apeo es la estación central, la Dresden Hauptbahnhof -hay otras dos en la ciudad-, que fue restaurada con un proyecto de Sir Norman Foster hace pocos años y que se asoma al centro desde poco más de un kilómetro de distancia. Cualquier viajero sabe que es una de las ciudades más bellas de Europa, y que lo fue aún más en el pasado: el bombardeo aliado al final de la II Guerra Mundial y cuarenta años de Telón de Acero. Veo en mi mapa que mi hotel está a apenas un kilómetro en línea recta desde la estación. La PragerStrasse es una avenida peatonal que arranca en la puerta principal de la estación y desemboca en el centro histórico, Altdast. A ambos lados, edificios de apartamentos de la época del telón de acero, modernos centros comerciales en los que no falta una sola marca y, entre medias, sale al paso una imponente escultura de metal, la Völkerfreundschaft (“Amistad entre los pueblos”), un concepto rotundo en este lugar como en pocos podría serlo: pero lo que me llama la atención es el complejo de cines UFA, un prisma de vidrio que parece incrustado boca abajo en el suelo y que es una de las construcciones contemporáneas más destacadas de la ciudad. Y es que los bombardeos aliados del 13 de febrero destrozaron casi totalmente la ciudad: setenta años después no hay acuerdo en las cifras de muertos -la horquilla abarca entre los 20.000 y los 200.000- pero sí en cuanto a la superficie destruida de la ciudad: el 95%. La PragerStrasse era a finales del XIX la vía comercial por excelencia de la ciudad, lo fue también durante el Telón de Acero y lo es desde la reunificación. La avenida es un lugar más, con lo que uno espera -y encuentra- en una gran ciudad alemana. Nada que le haga adivinar, aún estando avisado, el frenesí barroco que le espera en cuanto cruza la WaisenhausStrase.
Antes de asomarse a la colección de tesoros de Dresde, hay ser conscientes de cómo ha sufrido la Historia esta ciudad. Si nadie te lo dice, si tú no lo sabes, jamás sospecharías caminando por estas calles porticadas, salpicadas aquí y allí de construcciones barrocas y moles tremendistas post-Bahuaus de la Alemania comunista, que apenas nada tiene más de unas décadas de antigüedad y, lo que lo tiene, lo preserva gracias a minuciosos hasta la exasperación trabajos de restauración y reconstrucción que han durado, las más de las veces, décadas. Un viajero inexperto, o uno que viajara en el tiempo desde el Dresde del siglo XVIII, probablemente no percibiría diferencia alguna entre ambas etapas. Y todo esto es porque Dresde sabe lo que significa la expresión “sentir el peso de la Historia”. De siempre una de las ciudades alemanas -y por extensión europeas- más ricas, bellas y poderosas, con un patrimonio cultural, monumental y artístico casi sin parangón, Dresde casi murió de la noche a la mañana. Entre el 13 y el 15 de febrero de 1945, cuatro bombardeos de las fuerzas aéreas británicas y estadounidenses arrojaron, desde más de mil aviones bombarderos, más de cuarenta mil toneladas de bombas. No sólo eso: los incendios provocados por esa cantidad de explosivo se propagaron con virulencia por toda la ciudad. El resultado: entre 22.000 y 35.000 víctimas mortales. Más del 90% de los distritos centrales de la ciudad quedó totalmente destruida. Siete décadas después, los bombardeos de Dresde siguen siendo uno de los episodios más polémicos de la II Guerra Mundial y, desde luego, han pasado a la Historia como la definición más aterradoramente perfecta de qué es un bombardeo urbano.
Una imagen icónica, obra de Richard Peter: Dresde tras el bombardeo vista desde lo alto de la torre del ayuntamiento
El joyero barroco de Dresde
El epicentro vital de la ciudad es la Neumarkt, la plaza del nuevo mercado. Lo es desde siempre, desde la fundación de la ciudad, y lo sigue siendo. Hoy hay un mercado al aire libre -donde no faltan la ropa, la marroquinería y los puestos de comida y bebida-, y los edificios que la circundan son todos de la segunda mitad del siglo pasado: tanto los neoclásicos como los socialistas.
La Frauenkirche, además de símbolo por excelencia de Dresde y, probablemente, la iglesia protestante más famosa del mundo, es todo un símbolo en contra de la guerra y por la reconciliación. Está hoy donde estuvo siempre, y como estuvo siempre. No siempre fue así. Durante el bombardeo, ardió por los cuatro costados y se derrumbó: sólo quedaron muro exterior del coro hasta la altura de las molduras, parte de una de las esquinas de la zona noroeste, y parte de altar. Durante décadas, esta rotunda iglesia fue nada más que un montón ingente de piedras y cascotes, arrumbados entre las ruinas, y protegidos día y noche por los ciudadanos de la ciudad de las veleidades arquitectónicas de las autoridades de entonces. Y así se quedó hasta 1991, cuando comenzaron los trabajos de reconstrucción, que terminaron en 2005. Hoy, la Frauenkirche luce con todo el esplendor de siempre: sólo un espectador avisado sabrá que los bloques ennegrecidos del exterior son los originales. Las vistas desde la cúpula, a casi setenta metros de altura, son espectaculares: las mejores que se pueden tener (se puede ascender todos los días del año, de 10h a 18h. Cuesta 8€. Más info en este enlace. Ten en cuenta que es una subida exigente. Un ascensor cubre la primera mitad, y dos empinados tramos de escalera, la siguiente.
Dresde debe gran parte de su fama como gran capital barroca a Augusto el Fuerte, Elector de Sajonia durante las primeras décadas del siglo XVIII. Todo un personaje, fue él quien, impresionado por la belleza y monumentalidad de las ciudades europeas quiso hacer lo mismo de la ciudad que era, entonces, la capital de Sajonia, el territorio que dirigía. De aquel esplendor la mejor muestra es su residencia, el Zwinger, una colección de edificios de diferentes usos -una Biblioteca, una Galería de Antiguos Maestros, la Armería…- que es obra maestra del barroco que se emplea, desde entonces, en lugar de festejos públicos. Al costado está la SemperOpera, uno de los teatros de ópera más célebres del mundo, sin el que no se entiende la historia de la música: Wagner se inspiró en él para su Teatro de los Festivales de Bayreuth. Este Semper Opera que veo es el tercer edificio que se levanta aquí: siempre el mismo, por más que dos veces -a mediados del siglo XIX por un incendio, y tras el bombardeo de 1945- haya sido completamente arrasado. El paseo es agradable: la gente camina sin prisa, los viajeros son muchos, cruzo la TheaterPlatz y paseo por la Terraza de Bruhl, una monumental explanada sobre este lado del río: enfrente, el inmenso ministerio de Finanzas del länder, y residencias privadas que caen sobre la orilla: en más de una hay viñedos.
La TheaterPlatz de Dresde
El centro de Dresde es realmente compacto. Todo está a medio paso de todo: el Alstadt apenas tiene un kilómetro cuadrado. Mi hotel está enfrente del palacio de Dresde, donde se encuentra el museo de la Bóveda Verde, el museo más famoso del casi medio centenar de la ciudad. La antigua cámara del tesoro de Sajonia guarda hoy una de las mejores colecciones de orfebrería y joyería del mundo -y, desde luego, la más extensa de Europa- que perteneció a la casa de Wettin. La entrada al museo está muy protegida: las entradas se venden para una franja horaria determinada, de tal manera que sólo pueden visitarla cien visitantes por hora. Hago tiempo para mi turno yendo a la catedral católica, la Hofkirche, también imponente, también bellamente envejecida con las cicatrices de la guerra. Augusto el Fuerte, que descansa en ella, estaría orgulloso del trabajo realizado para mantener su legado.
Fuera del centro
Cruzar el río supone zambullirse en un Dresde más vital, más cosmopolita, que sufrió menos durante los bombardeos de la II Guerra Mundial y que, por ende, ha conservado gran parte de su atractivo monumental. Están los castillos del Elba, tres preciosas residencias -el castillo Albrechtsberg, el castillo Ligner y el castillo Eckberg- de mediados del siglo XIX que se caen sobre el Elba en los terrenos de un antiguo viñedo: están abiertas al público. Hay que perderse por las callejuelas de Neustadt, repletas de restaurantes, bares de moda, comercios con mucho sabor alternativo, cafés y galerías, librerías… y muchos de estos negocios, en los patios de vecindad de las casas de vecinos: puro aprovechamiento urbano. Neustadt es el barrio bohemio y trendy de la ciudad que, aún hoy, conserva mucho de su sabor antiguo gracias al mercado de Neudstadt, el antiguo mercado, reconstruido hace unos años y que es un paraíso para gourmets. Descubro algo fuera de Dresde que no es cómo lo imaginaba. Cuando pensé en visitar el museo alemán de historia militar, confieso que no esperaba encontrar lo que encontré: una obra maestra de la arquitectura -obra de Daniel Libeskind, el arquitecto del One World Trade Center de Nueva York o el Museo Judío de Berlín- que es todo un canto a la paz. Varias instalaciones y exposiciones consiguen su objetivo: conmovernos hasta despreciar la guerra. El museo es una cuña inmensa de cristal y acero incrustada en el antiguo arsenal de la ciudad: una museografía que encoge el alma con sus helicópteros suspendidos sobre nuestra cabeza, o proyectando nuestra sombra en la pared tras una explosión nuclear. Imprescindible.
Lo que no se me ocurriría dejar de hacer en Dresde es, cuando cae la noche, no cruzar el Augustusbrucke, el puente de Augusto sobre el Elba. Sé que lo voy a encontrar: las cúpulas de la catedral y la Fraeunkirche pespunteadas de índigo, la terraza de Bhrul tranquila y despejada, la Semper Ópera, iluminada al estilo del XIX, y apenas tráfico motorizado que rompa la ensoñación de ver la misma escena que veía Augusto el Fuerte. Es esta de Dresde en la noche una de las escenas urbanas más bellas del mundo, en la que no cabe el recuerdo de la guerra y sí la grandeza del género humano, capaz de sobreponerse a todo y, en el camino, no perder la capacidad de crear belleza. Qué bella es Dresde.