Viajar a Alaska, hacia el Lejano Norte, la coordenada mítica a la que apuntan las brújulas de los viajeros más legendarios, es explorar un territorio inmenso y desconocido, de una belleza sobrecogedora.
Alaska es una de las últimas fronteras de nuestro planeta, una tierra en la que se fusionan la naturaleza más pura, la leyenda de la fiebre del oro y la riqueza antropológica de las culturas nativas que han convertido desde antiguo en su hogar de esta esquina paradisíaca del mundo.
En Alaska aguarda un territorio virgen, de infinitos matices de naturaleza desatada. La naturaleza ha creado arte al esculpir los glaciares y fiordos del Prince William Sound, el canal que sirve de puerta al Lejano Norte, y del parque nacional Fiordos de Kenai, donde moran focas y nutrias, y donde se avistan ballenas y orcas.
En tierra adentro, allí donde hace dos siglos erupcionó la fiebre del oro, los osos, los alces y los caribús son los guardianes de una tierra eterna, casi desconocida. Alaska en estado puro es el parque nacional de Lake Clark; y a los pies de la montaña más alta del continente, Mount McKinley, te sentirás ínfomo ante el porte imponente de los osos grizzlies que hacen del parque nacional Denali, su reino.
Alaska, como tierra de frontera, lo es también de superación, de desarrollo humano sustentado en la comunión con la naturaleza. Hay ciudades de frontera donde aún resuenan los ecos de los exploradores y aventureros de la Fiebre del Oro, y que son definidas por la naturaleza que las rodea, como Anchorage, Fairbanks o Juneau. Y, también, nos baña al viajar por ella su alma más pura y tradicional: en Barrow, ubicada en un escenario de tundra ártica surcada por renos, abrillantada por la luz del sol de medianoche.
